Nos gustaba la idea
de tener chicos. Al que viene de familia numerosa y ruidosa le fastidia
eso que sucede todo el tiempo pero a veces, cuando falta, lo extraña: el
barullo de los que se pelean, ríen, gritan, se divierten y también se
odian. Tardamos muchos años en darnos cuenta de que no podíamos tener hijos biológicos, tampoco es que nos hayamos concentrado en lograrlo, simplemente jamás nos cuidamos y jamás hubo un embarazo.
Fuimos
en busca de información sobre cómo y dónde inscribirnos para adoptar.
El embarazo era algo secundario y el momento del parto mejor ni
imaginarlo. Queríamos una familia, nuestra familia, la forma no tenía
que ver con
llevar un bebé en la panza.
Pero, la sorpresa
fue que uno de los dos no estaba preparado, así que pasaron meses, un
año o quizás más, hasta que un día sentimos que los dos queríamos
hacerlo.
En marzo del 2009 llegó Jeny, una bebé de 3 meses que hoy
tiene 6 años y acaba de empezar primer grado. El día que la conocimos
–esos momentos nunca se borran– estaba vestida con una remera verde y un
pantaloncito naranja, bien colorido; tenía mucho pelo, una especie de
peluca negra y brillante, ojos oscuros y labios bien carnosos. El miedo
era que cuando
nos la pusieran en brazos se largara a llorar. Eso
no pasó. Lo que pasó fue que ella nos miró, movió los bracitos y las
manitos, miró todo a su alrededor, estaba tranquila, parecía que recién
había tomado la leche.
Así empezamos a ser una banda de tres que
hacíamos mucho juntos, íbamos a casamientos y fiestas con la bebé,
viajamos y varias veces la llevamos al trabajo.
Es difícil
establecer el momento en el que los padres nos enamoramos de nuestros
hijos, pero cuando sucede se da perdidamente. Todo en ella parece fuera
de serie: el lunar que tiene debajo de su ojo derecho y la forma rasgada
de los ojos, los dedos de los pies, las manos –no es necesario ver su
cara, con ver sus manos uno puede imaginar lo que está diciendo–
la manera de mirar a su papá, el modo de leer, la ternura con la que habla de sus amigos y cuando sonríe, antes que su boca sonríen sus ojos.
Decidimos buscar hermanitos para Jeny y arrancamos de nuevo con los trámites.
En el 2013 nos llamaron de un juzgado,
quedamos petrificados, nos mirábamos y reíamos,
no sabíamos qué hacer ni decir. Teníamos miedo o estábamos nerviosos,
¿lo hacemos? Una de nuestras hermanas crió sola a sus tres hijos y lo
hizo sin estudios, sin recursos económicos, sin ayuda ni trabajo …
por qué no nosotros que teníamos todo, casa, trabajo, energía y entusiasmo.
Las
ganas nunca desaparecieron y se impuso el deseo de hacerlo. A lo mejor
fue una decisión impensada, puede ser, pero queríamos hacerlo.
Queríamos que esos chicos fueran nuestros. Eso pensamos, esos chicos ya son nuestros.
Fuimos,
como la vez anterior, con la cámara de fotos en la mano, seguros de que
volveríamos a casa con otro hijo. Nos hicieron miles de preguntas, que
si estábamos dispuestos a aceptar a más de un niño,
que si eran más grandes de la edad que especificamos en la carpeta los
aceptaríamos igual, que qué disponibilidad de espacio teníamos, dónde
trabajábamos; después de haber hablado durante una hora nos dijeron que
cualquier decisión nos avisarían.
Ese día trabajamos en casa,
dejamos los celulares en el dormitorio y cada uno se dedicó a responder
correos de trabajo durante horas. La vida continuaba y
las cuestiones diarias había que resolverlas.
En la habitación, uno de los celulares titilaba por dos llamadas
perdidas, eran del juzgado, que llamáramos antes de las 15 hs. Faltaban
10 minutos. Atendió una de las personas que nos entrevistó, dijo que en
realidad ellos tenían la decisión tomada, habían leído nuestra historia y
pensaban que
podíamos ser los papás de tres niños. Que habían querido vernos para terminar de definir y estar convencidos.
Volvimos a ir al día siguiente y ahí si supimos quiénes eran nuestros hijos:
Fanny de 9 años, Diego de 8 y Juan Jesús de 6 años. Empezamos a llorar.
Eran hermanos, vivían en un hogar desde hacía cuatro años, eran
alegres. Pedimos conocerlos pero no lo haríamos ese día ni en los
siguientes. Primero debían comentarles a ellos sobre nosotros y
prepararlos para el primer encuentro.
Nos conocimos en un parque, el parque al que ellos iban a jugar frecuentemente con otros chicos.
Jeny no podía ir,
los conocería después. Cuando los vimos aparecer de lejos de la mano de
la asistente social que los cuidaba se nos caían las lágrimas porque
los vimos chiquitos,
son grandes pero son chiquitos, decíamos. Y nos limpiamos la cara, la idea era que nos vieran contentos.
Te
parecés al hombre araña, dijo Juan Jesús e inmediatamente los varones
se fueron a jugar, Mauricio los siguió y Fanny se quedó por un momento
entre mujeres. Le habíamos llevado un libro, hablamos dos o tres
palabras y se fue corriendo detrás de los hermanos. Eso quería, jugar,
no hablar de libros.
El día que se conocieron con Jeny era caluroso, de sol radiante. El encuentro fue en la plaza donde ella iba seguido a jugar.
Los nervios estaban a flor de piel y
Jeny, mientras jugaba con la arena, decía a cada rato, mami, cuando
venga papá con los chicos avisame. Cuando aparecieron, los cuatro
desconocidos se miraron por un instante, no dijeron nada y se fueron a
jugar con la arena, los toboganes y hamacas, no pararon hasta cuatro
horas después.
La invasión extraterrestre se sintió cuando vinieron a casa por primera vez. Jeny los esperaba cerca de la entrada,
quería mostrarles su casa, sus juguetes
y lo que había en su cuarto. Cuando abrimos la puerta entraron
corriendo, no la vieron. Dónde está la habitación de Jeny, gritaban y
saltaban por las habitaciones de la casa. Empezaron a inspeccionar los
juguetes, a bajar los libros de la biblioteca, a hurgar en su armario.
Ella los miraba.
Les pedimos que salieran del dormitorio. No se
entra a una casa sin saludar, tirando todo abajo … por supuesto esto no
cambió nada, o quizás sí haya servido para algo, para que ella, en el
caos, sintiera que nosotros estábamos ahí.
En el hogar, en la propia casa donde todo grupo familiar debe armarse, sentimos que teníamos que
desarmar dos familias para formar una nueva,
una más grande. Los recuerdos de esos días no son como creíamos que
iban a ser. Son momentos eternos, el tiempo se vuelve lento,
nadie se acomoda rápido a la nueva situación y la angustia no pasa tan pronto. Interiormente, cada uno debió haberse preguntado qué estaba haciendo.
Porque,
además, los espacios individuales empezaron a reducirse al mínimo, hubo
que dejar de lado cuestiones personales como hacer deportes o ir a
tomar un café con un amigo; hubo que rechazar proyectos de trabajo
nuevos y ya no quedó tiempo para ir a cortarse el pelo, darse una ducha
con tranquilidad o
leer tres páginas de un diario. Se estiró el tiempo para las tareas del colegio, para el baño, el cuentito de la noche.
Lo
que siguió fue incertidumbre sobre si estábamos en camino, si
avanzábamos o retrocedíamos, aunque los días en que Jeny estaba bien se
la pasaba bien en general, cuando ella estaba mal el mundo se caía a
pedazos.
Empezó a estar intranquila, gritaba todo el tiempo, no
podía hablar, lloraba. En esos días ella cumplió años y quisimos
festejar en casa con los hermanos. Éramos solo nosotros, había una torta
con velitas y algunos globos y golosinas. Pero no quiso hacerlo, no
quiero, decía, no quiero festejar. Y a medida que se enojaba un poco
más,
se ponía cada vez más nerviosa, a Fanny le dio tentación de risa y después también a los hermanos les causó gracia. Ella lloraba y repetía que no quería.
La abrazamos, la besamos y le dijimos que no se preocupara, que no había que festejar si no quería.
Pedimos
ayuda. Eva, amiga y psicoanalista, nos abrió un poco la cabeza y así
supimos cómo y cuándo decirle que era nuestra primera hija y que ese
lugar no se lo iba a sacar nunca nadie. Que era su lugar y que la
amábamos por sobre todas las cosas. Que siempre podría decirnos lo que
le molestaba, que nos contara lo que sentía. Y
pusimos en su boca las palabras que necesitaba para decirlo.
No
hubo recetas que indicaran cómo actuar, como tampoco las hubo nunca
para la llegada de un bebé. Pero un chico de 10, 9 o 6 años no es un
bebé y tener un hijo de golpe no es lo mismo que tres.
Jeny empezó
a contar cada vez que los hermanos la molestaban, la peleaban o se
burlaban. Empezó a contestarles. A divertirse más natural y
espontáneamente. Porque eso hacían, lo que hacen los chicos: le sacaban
sus juguetes y no se los devolvían. Le quitaban de las manos los juegos,
los usaban ellos y no permitían que ella interviniera, le perdían o rompían las piezas. La echaban de su propio dormitorio y no la dejaban entrar.
Ese
verano, cuando fuimos juntos a la playa, un día Fanny se ofendió por
algo, por un reto que se ligó Diego que venía arrancando las hojas de
las plantas que encontraba en su camino. Ella inmediatamente abrazó a
sus dos hermanos y se fueron caminando así,
abrazados los tres sin mirar a nadie
y a ningún lado. Jeny los siguió detrás intentando agarrar a alguno de
la mano, les agarraba la mano uno por uno y ellos la soltaban sin
mirarla. Nosotros caminamos en silencio detrás de los cuatro.
De a
poco los hermanos fueron teniéndola en cuenta, empezaron a compartir
sus cosas con ella, a abrazarla un poco más, a incorporarla a sus vidas.
Porque ellos sí, de alguna manera, estaban preparados para recibir a un
papá y a una mamá, pero no sabían cómo y mucho menos estaban preparados
para tener una hermanita.
Desde el primer momento, apenas nos conocimos,
los tres nos dijeron mamá y papá.
Siempre les insistimos y los alentamos a que nos llamaran como
quisieran, como se sintieran cómodos, por nuestros nombres o
sobrenombres.
Resulta extraño cuando alguien a quien todavía no
conocés te dice mamá. Pero, el momento más importante, el que sentimos
como el instante en el que cada uno de los cuatro chicos tocó y movilizó
las fibras íntimas de nuestro cuerpo, que nos hizo temblar las piernas y
no supimos de dónde agarrarnos,
fue cuando nos dieron un abrazo.
Las circunstancias en las que se siente la paternidad o maternidad
definitivamente pueden darse de maneras diversas. Para nosotros no fue
cuando dijeron mamá o papá ni cuando sonrieron o nos miraron a los ojos,
ni cuando nos besaron, sino cuando nos dieron su abrazo, cuando cada
uno de los cuatro
abrazó nuestro cuerpo sin que se lo pidiéramos.
Ellos
no lo saben –bueno, si leen esta nota lo sabrán– pero es el regalo que
nos hicieron y que seguro quedará guardado para siempre en nuestra
memoria.
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Vanesa Hernández y Mauricio Giraudo. Son
pareja desde 1994. Vanesa, pampeana, estudió Comunicación, Gestión
Cultural y Fonoaudiología pero –quizás porque comenzó a leer a los cinco
años y nunca paró– trabaja en Ediciones Paidós. Sus amigos saben que
regala libros ... aunque jamás presta uno de su biblioteca. Mauricio es
santafesino: se reconoce peronista y fanático de River por sobre todo.
Farmacéutico, estudió también Ciencia Política y Sociología y realizó
una Maestría en España. Es director de Foncap, una entidad
público-privada que promueve el desarrollo de las microfinanzas. Hoy
viven en Buenos Aires y cada tarde regresan a casa temprano: los cuatro
hijos quieren que los ayuden con las tareas.